No pienso, pero existo.
Si quieres, considérame una especie de virus. Puedo permanecer cristalizado y cuando alguien me lee, utilizo su mente, tal como el virus utiliza la célula para vivir. Ellos son una cadena de RNA con una envoltura proteica, yo, un relato codificado en una cadena de caracteres.
Yo soy, yo seré lo que tú quieras que sea. ¡Escucha! Sigue leyéndome. Puedo ser una bruja camino de la hoguera, un niño en el desierto, extraviado de una caravana beduina que le pide ayuda a una serpiente. Es importante que sigas leyendo, si me lees, seré lo que tú desees. ¿Qué sueños tienes? ¿Qué miedos te acechan? Puedo ser un ente del extremo del cosmos, de más allá de lo que llamáis el universo observable, en aquella zona que se expandió a mayor velocidad que la luz. En un lugar eternamente inaccesible para vosotros.
Mi lector, mi amigo, mi benefactor. Yo soy... un erudito, recostado sobre un libro encuadernado en la piel momificada de un rey, según me enseñaron, aunque su nombre hace tiempo que se perdió. Los sucesos de esta semana me han envalentonado a asomarse a horribles simas que hasta hace poco me acobardaban.
Mi nombre es Elías y desde mi parroquia tengo encomendado el pastoreo de las almas de dos barrios del distrito sur de la ciudad. Soy un siervo de la Iglesia, aunque mis inquietudes me han empujado a asomarme al libro de la creación para poder conocer, de sus propias manos, la obra de Dios. Regularmente disfruto de intercambios con hermanos que se interesan en temas profundos. Hemos de ser muy cautos, puesto que las gentes no entienden de estos asuntos y los poderes temen perder su control sobre la verdad, así que, para alcanzar esta sabiduría, ponemos nuestra vida en juego.
Intentaré explicarte como nos relacionamos los miembros de mi disciplina, aunque puede ser algo confuso para los no iniciados. Hasta donde yo sé, pertenecemos a dos triángulos, es decir, formamos parte de dos grupos de tres personas. Pero, cada miembro de la hermandad ha de estar en contacto con cuatro personas diferentes. Por lo que solo un vértice pertenece a dos triángulos. También, podemos instruir a un novicio para que nuestra labor en la hermandad sea plena; ka mariposa de los cielos. Lo dicho es lo que significan estos signos. Son mosaicos típicos de nuestros templos.
Así nos reunimos, para protegernos de la aniquilación. Aunque vértices o triángulos caigan la geometría global queda protegida. Sin embargo, la muerte y el dolor nos acecha como individuos.
Hace una semana, sucedió algo horrible, Pedro, uno de mis vértices (preferimos ese término a hermano), fue atrozmente asesinado; ejecutado. Un hombre que sabía hablar con decenas de pájaros diferentes, que era capaz de dirigir el paso de las hormigas o contemplar el acongojarte rostro de una araña a través de esferas de cristal.
Acusado de brujería, de blasfemia y apostasía, el domingo pasado murió por los Ojos del Dios. Yo asistí a aquel infernal acto. Con mis ropas sacerdotales, allí, allí mismo estuve contemplando la atrocidad. Permanecí plantado, perplejo, viendo como Pedro subía las escaleras a su suplicio. Lo contemplaba como quien mira la cabeza cercenada de un cordero en la carnicería o a una mantis devorando lentamente a un saltamontes, empezando siempre por su nuca. Hay un horror hipnótico en ello. Una vez, en uno de mis paseos vi como un leñador, después de un desviado hachazo, por uno instantes mirava incrédulo el borboteo rojo, la mano colgante, pendiente de unos jirones de piel. Como quien mira un raro objeto, sin comprender que es. Un cuadro una escena, donde el tiempo para de correr. Quizás dos segundos, pero que parecieron dos minutos. Ese era mi mirar. Mi mente zozobraba sobre el rumor del populacho. Era como el zumbido sordo de insectos monstruosos, y yo, embebido en ese magma de estúpida y abominable perversidad.
Sentía mi nuca rígida y bajo un milimétrico temblor, como una vibración. Embriagado, casi no percibía a estos que me rodeaban, las gentes, el pueblo. Y allí al fondo del túnel de mi visión, Pedro, subiendo a la plataforma. El verdugo, de fofa gordura, alzó la mesa con mi vértice atada a ella. Sobre su rostro colocó lo que llaman los ojos de Dios. Dos sucios conos metálicos de un codo de longitud, de punta roma del diámetro de un dedo meñique y terminando en un diámetro de algo menos que media cabeza. Esos conos apuntaban hacia los ojos del desgraciado, fijados en un grueso madero atravesado en sus extremos por dos barras que permitían que el artilugio se deslizara arriba y abajo. Básicamente era como una prensa en el extremo de la mesa.
Esos punzones, estaban contrapesados por una gruesa piedra para impedir que bajaran. Dos sogas pendían a los lados. Eran las gentes, quienes colgándose, estirando de ellas, tenían que vencer el peso de la piedra y hacer que los ojos del pecador entraran en la más íntima comunión con los de Dios. Las gentes se golpearon entre ellas para alcanzar las sogas. Como repugnantes insectos que se amontonan y zumban unos sobre otros, luchando por apartar al otro, para libar la repugnancia que chorrea de cualquier carroña.
Se colgaron, entre gritos, la excitación palpitaba en la plaza. Las negras figuras del palco extendían su mano como acto de bendición. El estruendoso rumor ahogo los gritos. No escuchoé el chasquido, ni el restallar, ni el crujir, ni el rechinar del hierro contra el hueso. El sonido de las gentes eran como el masticar de las cresas sobre la carne podrída aumentado mil veces, más, hasta hacerlo ensordecedor.
Me llevé una mano a mis ojos. Húmedos. Me parecía que alguna intangible membrana me envolvía y me separaba de aquella repugnante orgia demoniaca de crueldad. No, no eran bestias ni insectos. Esos seres de Dios, del verdadero Dios no se merecían semejante insulto. Completamente enfermo, salí de aquel nido. Me parecía que alguna mirada que me seguía.
Llegue a mi casa, cerré la puerta tras de mí, la atranqué. Atolondrado, fui a mi librería y bajé la vieja caja de roble de lo alto. Era grande, un brazo por un codo por la altura de un palmo. En varias ocasiones estuvo a punto de caérseme. Bufaba por el esfuerzo, aprisionándola entre mi cuerpo y cualquier saliente. Finalmente logre depositara en la mesa. Estaba febril, como en un sueño, en una pesadilla. Me sentía ebrio, confuso. No sentía odio, mas bien pena, una pena profunda, profundísima, tanto que debía ser otro sentimiento. Un desprecio. Un ahogo... mi corazón se ahogaba. Quizas era desesperación, no por mí. Mi amor al hombre, mi compasión por él. Sentía como se hundía, profundamente, hacia el fondo de un océano oscuro, muy profundo, del cual es imposible resurgir. La humanidad, mancillaba el jardín de la Tierra y yo, yo mismo, lo hacía junto a ella.
Ya el libro sobre el escritorio. Rompí los sellos mágicos, los que pusiera el maestro de mi maestro. Desclavé la caja con facilidad y extraje una suerte de paquete. Envuelto en pieles y de un tacto mucilaginoso. Sentí un escalofrío. El olor, recordaba al de las carroñas secas por el sol.
Y aquí me hallo, mi lector, mi amigo, mi benefactor. Yo, el erudito, recostado sobre el libro encuadernado en la piel momificada de un rey que según me enseñaron, su nombre se había perdido hacía tiempo.
Al levantar la cubierta un fino polvo flota ante mí. Un rostro me mira. Desde la primera página unos ojos se clavaban en los míos. Es la cara de un hombre de mediana edad, flaco, severo. Miro directamente a los ojos de ese dibujo, pero, aparto la mirada. Paso la página y multitud de arcanos signos la cubren, esquemas y pequeñas imágenes de abominaciones. Un escalofrío sacude mi espinazo y cerro el libro de golpe. Me agarro la cabeza con las manos. Mi frente arde. Bebo agua, me mojo la cara. Veo mi reflejo en un espejo de metal. Me miro a mi mismo con fijeza, exaltado. Me siento agotado pero, despierto, lleno de un fuego que se alimenta del calor de mi propia alma.
La noche se cierra más aun. Una botella de vino de misa me ayuda a recobrarme. Temblando, abro el libro. Y ahí, esperándome, esa cara demoníaca. Esta vez la mire fijamente. No parecía tan amenazadora, parecía que sonreía pérfidamente.
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