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Subí a la segunda planta de la biblioteca y también estaba plagada de humanidad, siquiera quedaba un taburete libre. La llamo “segunda planta” pero no es más que un ancho pasillo con estanterías sobre una gran sala central, compartimentada gracias a la disposición de las estanterías.
Bajé y me senté en uno de los pocos lugares libres de una larga mesa que cobijaba diez sillas, entre la estantería de religión y política (sin duda el lugar más ignominioso).
La compartía con estudiantes y algún jubilado. Entre los portátiles, libros y hojas que poblaban la mesa coloque mi libreta para practicar la resolución de integrales.
Me llamo la atención un chaval de unos 17 o 18 años, sentado frente a mi y a la derecha, escuchando música con cascos, alternativamente mirando el móvil y dibujando en una libreta. Un lejano y quedo ritmo de reggetton fluía de sus orejas y se desparramaba tibiamente sobre la mesa. Un mal estudiante, pensé.
Entre cambio y cambio de variable me fijé que toda su libreta estaba llena de dibujos, más bien textos dibujados, del tipo : “te quiero”, “Anarkia”,...
Mi valoración sobre él cambió cuando le escuché algunos sonidos guturales mientras, concentrado, perfilaba unas letras. Sinceramente, pensé que estaba aquejado de algún retraso mental leve y sentí cierta piedad.
Al rato dijo en alto; “un regalo para mi madre”, mientras alzaba su cuaderno. Dada mi recién parida opinión, evité mirar para no crear una situación incómoda puesto que no creí que la afirmación fuera dirigida a nadie en concreto. Sin embargo, un muchacho a mi derecha le contestó un “está guapo”. Pude oír el ruido sordo del romperse de mi esquema y el fino crepitar de una grieta más en mi esperanza en la supervivencia de la humanidad. Debía ser un chaval normal.
Unas cuantas integrales después, los dos muchachos de mi derecha se levantaron para irse y el de más allá, que fue el que apreció la obra tipográfica recientemente exhibida, se acercó al artista para decirle un “nos vemos en la autoescuela”.
Esa inesperada entrada de datos, me ratifico que efectivamente el sujeto debía tener al menos 18 años y que era probable que no cursara estudios académicos (no hubo un “nos vemos en clase”, que sería más de esperar). El sujeto, llamado así pues ya se había convertido en objeto de estudio de mi distraída curiosidad, continuó dibujando y coloreando, mientras yo, habiendo completado mis taras prefijadas, me dedicaba a escribir estas líneas.
Finiquitando esta crónica, oteaba para poder ratificar que fuera un estudiante por medio de identificar algún utensilio típico: mochila, libros, calculadora. Pero fue en vano. Tenía un estuche de tela con cremallera repleto de colores y en vez de mochila al uso llevaba una bolsa de tela. Parecía que simplemente iba a dibujar a la biblioteca.
Era una situación extraña, el individuo coloreaba de azul el espacio entre un perfil de una nube y unas grandes letras que configuraban la frase: “te quiero mama”, mientras a escasos centímetros, frente a él, alguien aprovechaba para hacer estúpidos e inquietantes ensayos literarios.
El te quiero mama, escrito con colores sobre papel de libreta cuadriculado, volvió a despertarme cierta compasión. No ya la que pueden ocasionar algunos adultos por estar atrapados en una mente que recuerda la de los niños. Era algo más general. La humanidad en su conjunto me parecía digna de lástima, se me antojaba como un perro aprendiera a decir te quiero a su amo, como un triste mono que supera hablar de filosofía. Como si la conciencia fuera un camino perdido en los senderos de la evolución.
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