domingo, 1 de mayo de 2016

Entrevista con un visitante


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Le pareció que la criatura se quedara pensando unos instantes cuando, del dodecaedro que flotaba a la derecha de lo que seguro era su cabeza, emergió una grave voz de hombre en perfecto ingles televisivo.

―Sí, en nuestro mundo existe lo que ustedes llamarían pena de muerte.

El funcionario, designado por la organización de las Naciones Unidas, tragó saliva. Era una respuesta que no esperaba. El épico sentimiento que lo acompañaba al entrar en la luminosa sala, alimentado por lo trascendente de su misión y la responsabilidad que la humanidad había puesto sobre sus hombros, ahora se tornaba en turbación. De repente se sentía como un colegial ante un erudito.

Percatándose de su timidez, la criatura continuó con un tono que casi parecía dulce.

―Creo que el que ejecutemos a nuestros criminales no encaja con lo que usted esperaba.

―Oh, no malinterprete mi pregunta ― se apresuró a responder―. Por supuesto que respetamos sus costumbres y leyes. Sólo que, si me lo permite, le confesaré que no pensaba que una sociedad tan avanzada como la suya recurriera a esas soluciones ― en su larga carrera diplomática siempre se había dejado guiar por ese sentido que le susurraba cuando tenía que mentir, incluso ante las evidencias más claras, o confesar parte de la verdad. En esta extraordinaria situación sabia que acercarse a esta raza desde la hipocresía y la doblez sería una solemne estupidez.

La criatura continuó en el mismo tono.

―Siéntase libre de preguntar. Salvando las distancias, las sociedades tienen pautas comunes. Como la suya, nuestra sociedad dispone de normativas que se espera que sus miembros no violen. Y efectivamente, cuando algún individuo transgrede de forma grave y voluntaria alguna de las normas más básicas, es eliminado.

Al diplomático le pareció notar un cierto tono de condescendencia, como cuando un adulto le explica algo de su mundo a un niño. Aunque ese matiz seguramente estaba en su percepción y no en las palabras o la intención del alienígena.

Haciendo acopio de toda su entereza, replicó.

―Este problema ha sido discutido largamente en nuestras sociedades, y hay una serie de argumentos que se plantean contra la ejecución de ciudadanos. Por supuesto, en la tierra hay gobiernos que aplican este extremo, pero otros no. Personalmente he de confesarle que soy un firme opositor a la pena de muerte.

La criatura guardó silencio, inmóvil, como invitando a continuar.

El humano prosiguió animado por la atención que se le concedía. ―Como decía, existen una serie de problemas ligados a su aplicación como la irreversibilidad de la pena, de forma que no se podría reparar un error. El que el gobierno se equipare al criminal al matar a los individuos. Que resulta inútil para restaurar el daño o que simplemente se trata de una venganza, por no mencionar lo sagrado de la vida.

Aquel ser, de más allá de los confines que marca Neptuno, alzó un poco su región cefálica y enderezó el torso como quien se prepara para un discurso. Del aparato que utilizaba para comunicarse, volvió a surgir una voz humana, esta vez femenina.

―Sabemos que incluso ustedes reconocen que su moral es contradictoria. Propugnan lo precioso de la vida de forma que ni sus naciones pueden disponer de ella y no dudan en enviar a sus ciudadanos a la muerte, ni dejan de fabricar instrumentos para destruirse y hacen poca cosa para evitar que perezcan miles de sujetos de su especie en regiones devastadas por la guerra y la especulación inducida por las naciones fuertes. Usted sabe que sus argumentos moralistas simplemente no son ciertos.
    Por lo que conocemos de su especie y las civilizaciones que desarrolla, los sujetos dominantes tienen especial preferencia por utilizar cualquier mecanismo para garantizarse el control, de hecho llevan millones de años haciéndolo, incluso aquellas razas de hombre, ligeramente menos inteligentes que la raza dominante y que ustedes llaman grandes simios, se conducen igual.
   No se nos escapa que en un gran número de casos de ejecución en sus sociedades la transgresión es de normas religiosas, morales, políticas, o que se aplica diferencialmente según la raza o riqueza del sujeto ajusticiable.
   Piense que la pena de muerte no es una cosa de bárbaros, per se, como algunos de ustedes dicen, la realidad es que ustedes todavía son demasiado bárbaros como para poder aplicarla de forma civilizada.
    Nosotros no necesitamos prisiones como ustedes, buscamos las razones de la falta e intentamos enmendar el problema. Sin embargo, existen sujetos que rompen su pacto con la sociedad y dejan de ser miembros de ésta. En nuestra sociedad como en la suya, el individuo le debe lo que es a la sociedad. El lenguaje que el sujeto habla, la tecnología que utiliza, se le ha entregado. Tal y como una planta no puede vivir separada de su sustrato, el sujeto que rompe con la sociedad no puede continuar existiendo. En nuestra sociedad no existe posibilidad que se aplique la pena de muerte por causas religiosas o morales. Nuestra justicia y sistemas de orden tienen un nivel de eficacia que a ustedes les parecería magia.
   Y puede estar seguro que amamos y respetamos la vida y la libertad de nuestros ciudadanos a un nivel que ustedes todavía no han alcanzado ―al pronunciar esa frase la voz sonó más lenta, más solemne y con un tono gutural extraño; por un momento no parecía una voz humana―. Pero cuando un sujeto, de forma voluntaria, imbuido de una obcecación egocéntrica, comete un crimen vital contra un conciudadano, pierde su condición de miembro de nuestra civilización. Dado el daño que ha causado se le reclama la devolución de esos dones. El sujeto cae a un nivel inferior al de las bestias de nuestro planeta, que de forma natural son capaces de vivir por si mismas. Al criminal, en memoria de la persona que fue, se le concede la ejecución como último última gracia de la sociedad que el ha despreciado y dañado. Pocos son los que han rehusado apretar el botón de su desconexión. Y por supuesto en nuestro mundo no existe la figura que ustedes llaman verdugo. Evitándole un larga y patética agonía al verse privado de todo lo que ofrece la sociedad. En nuestro mundo hay sitio para los seres racionales y las bestias pero no para los monstruos.

Cuando la criatura terminó de transmitir el mensaje y el dodecaedro de irradiarlo en forma de ondas sonoras el funcionario estaba atusándose su gris y corta barba. Su elegante traje negro aparecía salpicado de diminutas motas de caspa en las solapas.

―Bien, y en cuanto al trabajo ― dijo consultando unas hojas―. ¿Sus ciudadanos tienen estipuladas unas horas de labor o trabajan por unidades de tareas completadas?

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