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Le pareció que la
criatura se quedara pensando unos instantes cuando, del dodecaedro
que flotaba a la derecha de lo que seguro era su cabeza, emergió una
grave voz de hombre en perfecto ingles televisivo.
―Sí, en nuestro mundo existe lo que ustedes llamarían pena de muerte.
―Sí, en nuestro mundo existe lo que ustedes llamarían pena de muerte.
El funcionario,
designado por la organización de las Naciones Unidas, tragó saliva.
Era una respuesta que no esperaba. El épico sentimiento que lo
acompañaba al entrar en la luminosa sala, alimentado por lo
trascendente de su misión y la responsabilidad que la humanidad
había puesto sobre sus hombros, ahora se tornaba en turbación. De
repente se sentía como un colegial ante un erudito.
Percatándose de su
timidez, la criatura continuó con un tono que casi parecía dulce.
―Creo que el que ejecutemos a nuestros criminales no encaja con lo que usted esperaba.
―Creo que el que ejecutemos a nuestros criminales no encaja con lo que usted esperaba.
―Oh, no
malinterprete mi pregunta ― se apresuró a responder―. Por
supuesto que respetamos sus costumbres y leyes. Sólo que, si me lo
permite, le confesaré que no pensaba que una sociedad tan avanzada
como la suya recurriera a esas soluciones ― en su larga carrera
diplomática siempre se había dejado guiar por ese sentido que le
susurraba cuando tenía que mentir, incluso ante las evidencias más
claras, o confesar parte de la verdad. En esta extraordinaria
situación sabia que acercarse a esta raza desde la hipocresía y la
doblez sería una solemne estupidez.
La criatura continuó
en el mismo tono.
―Siéntase libre de preguntar. Salvando las distancias, las sociedades tienen pautas comunes. Como la suya, nuestra sociedad dispone de normativas que se espera que sus miembros no violen. Y efectivamente, cuando algún individuo transgrede de forma grave y voluntaria alguna de las normas más básicas, es eliminado.
―Siéntase libre de preguntar. Salvando las distancias, las sociedades tienen pautas comunes. Como la suya, nuestra sociedad dispone de normativas que se espera que sus miembros no violen. Y efectivamente, cuando algún individuo transgrede de forma grave y voluntaria alguna de las normas más básicas, es eliminado.
Al diplomático le
pareció notar un cierto tono de condescendencia, como cuando un
adulto le explica algo de su mundo a un niño. Aunque ese matiz
seguramente estaba en su percepción y no en las palabras o la
intención del alienígena.
Haciendo acopio de
toda su entereza, replicó.
―Este problema ha sido discutido largamente en nuestras sociedades, y hay una serie de argumentos que se plantean contra la ejecución de ciudadanos. Por supuesto, en la tierra hay gobiernos que aplican este extremo, pero otros no. Personalmente he de confesarle que soy un firme opositor a la pena de muerte.
―Este problema ha sido discutido largamente en nuestras sociedades, y hay una serie de argumentos que se plantean contra la ejecución de ciudadanos. Por supuesto, en la tierra hay gobiernos que aplican este extremo, pero otros no. Personalmente he de confesarle que soy un firme opositor a la pena de muerte.
La criatura guardó
silencio, inmóvil, como invitando a continuar.
El humano prosiguió
animado por la atención que se le concedía. ―Como decía, existen
una serie de problemas ligados a su aplicación como la
irreversibilidad de la pena, de forma que no se podría reparar un
error. El que el gobierno se equipare al criminal al matar a los
individuos. Que resulta inútil para restaurar el daño o que
simplemente se trata de una venganza, por no mencionar lo sagrado de
la vida.
Aquel ser, de más
allá de los confines que marca Neptuno, alzó un poco su región cefálica
y enderezó el torso como quien se prepara para un discurso. Del
aparato que utilizaba para comunicarse, volvió a surgir una voz
humana, esta vez femenina.
―Sabemos que
incluso ustedes reconocen que su moral es contradictoria. Propugnan
lo precioso de la vida de forma que ni sus naciones pueden disponer
de ella y no dudan en enviar a sus ciudadanos a la muerte, ni dejan
de fabricar instrumentos para destruirse y hacen poca cosa para
evitar que perezcan miles de sujetos de su especie en regiones
devastadas por la guerra y la especulación inducida por las naciones
fuertes. Usted sabe que sus argumentos moralistas simplemente no son
ciertos.
Por lo que conocemos
de su especie y las civilizaciones que desarrolla, los sujetos
dominantes tienen especial preferencia por utilizar cualquier
mecanismo para garantizarse el control, de hecho llevan millones de
años haciéndolo, incluso aquellas razas de hombre, ligeramente
menos inteligentes que la raza dominante y que ustedes llaman grandes
simios, se conducen igual.
No se nos escapa
que en un gran número de casos de ejecución en sus sociedades la
transgresión es de normas religiosas, morales, políticas, o que se
aplica diferencialmente según la raza o riqueza del sujeto
ajusticiable.
Piense que la pena
de muerte no es una cosa de bárbaros, per se, como algunos de
ustedes dicen, la realidad es que ustedes todavía son demasiado
bárbaros como para poder aplicarla de forma civilizada.
Nosotros no
necesitamos prisiones como ustedes, buscamos las razones de la falta
e intentamos enmendar el problema. Sin embargo, existen sujetos que
rompen su pacto con la sociedad y dejan de ser miembros de ésta. En
nuestra sociedad como en la suya, el individuo le debe lo que es a la
sociedad. El lenguaje que el sujeto habla, la tecnología que
utiliza, se le ha entregado. Tal y como una planta no puede vivir
separada de su sustrato, el sujeto que rompe con la sociedad no puede
continuar existiendo. En nuestra sociedad no existe posibilidad que
se aplique la pena de muerte por causas religiosas o morales. Nuestra
justicia y sistemas de orden tienen un nivel de eficacia que a
ustedes les parecería magia.
Y puede estar seguro
que amamos y respetamos la vida y la libertad de nuestros ciudadanos
a un nivel que ustedes todavía no han alcanzado ―al pronunciar esa
frase la voz sonó más lenta, más solemne y con un tono gutural
extraño; por un momento no parecía una voz humana―. Pero cuando un
sujeto, de forma voluntaria, imbuido de una obcecación egocéntrica,
comete un crimen vital contra un conciudadano, pierde su condición
de miembro de nuestra civilización. Dado el daño que ha causado se
le reclama la devolución de esos dones. El sujeto cae a un nivel
inferior al de las bestias de nuestro planeta, que de forma natural
son capaces de vivir por si mismas. Al criminal, en memoria de la
persona que fue, se le concede la ejecución como último última
gracia de la sociedad que el ha despreciado y dañado. Pocos son los que han rehusado apretar el botón de su desconexión. Y por supuesto en nuestro mundo no existe la figura que ustedes llaman verdugo. Evitándole un
larga y patética agonía al verse privado de todo lo que ofrece la
sociedad. En nuestro mundo hay sitio para los seres racionales y las
bestias pero no para los monstruos.
Cuando la criatura
terminó de transmitir el mensaje y el dodecaedro de irradiarlo en
forma de ondas sonoras el funcionario estaba atusándose su gris y
corta barba. Su elegante traje negro aparecía salpicado de diminutas
motas de caspa en las solapas.
―Bien, y en cuanto
al trabajo ― dijo consultando unas hojas―. ¿Sus ciudadanos
tienen estipuladas unas horas de labor o trabajan por unidades de
tareas completadas?
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