viernes, 8 de mayo de 2015

Aventura D&D. Un jugador. Relato de partida 1.


Las hordas del emperador Ezuk se extienden por el Sacro Reino de Raudor como una mancha de aceite sobre las aguas. El Sumo sacerdote ha conseguido encontrar a su heredero e irrumpe con sus dos últimos monjes en una ermita que se encuentra entre la escarpada ladera de una montaña y un río. En la otra orilla, una aldea está ignorante de lo que sucede en el reino. Herido de muerte le entrega el bebe que porta a la clériga que allí medita. Los dos monjes apenas tienen tiempo de atrancar las puertas cuando el escuadrón de orcos que los persigue retruenan contra la puerta como una ola de un mar pestilente. En el suelo queda el cuerpo del sacerdote y en aire flota la promesa de Aegys, la clériga.

Rápidamente huyen hacia el piso superior y de ahí a la montaña. Al salir al exterior, el pequeño Kahaesga, así se llama el elegido, empieza a llorar. A unos 12 metros, entre las rocas del pelado monte, brillan los odiosos ojos de dos goblins exploradores. Faltan todavía unas horas para que anochezca. Las criaturas empiezan a gritar, avisando a la docena de orcos que se agolpan en la puerta unos metros más abajo. Solo tienen que subir por la ladera de roca y girar la esquina para estar frente a la pequeña comitiva. Aegys portando al niño y los monjes retroceden dentro de la ermita y cierran la puerta. Bajan raudos y al entrar en la sala principal, se encuentran con el sargento orco que inspeccionaba la estancia. El escuadrón está ahora subiendo por la ladera.

El movimiento ha divertido al pequeño, que ha empezado a reír (Personaje pseudojugador), las propiedades mágicas de su risa confunden a los enemigos y el bestial sargento, los mira perplejo, aguanta su espada curva sin fuerza. Parece que intenta gruñir pero no alcanza a hacerlo. El grupo le ataca con sus martillos. Durante los dos primeros asaltos permanece confuso. Pese a conseguir devolver algunos golpes el orco de nivel 3 cae ante la Compañía de Salvación del Sacro Reino de Raudor.

Corren hacia el pasadizo que lleva a una gruta que da, a nivel del río, con un estrecho puente colgante. Al salir al exterior se pueden escuchar las campanas de la aldea y los gritos de alerta. Al otro lado del río, la aldea dispone de dos sencillas atalayas y de una empalizada. Corren por el puente escuchando detrás la furia de los orcos al descubrir el cadáver de su líder. Saben que si vuelven sin él y sin la misión cumplida, el general no los mandará ejecutar. Supondrá que han traicionado a su sargento y los entregará a algún oscuro brujo bajo quien vivirán una existencia mucho peor que la muerte. Esa idea les hiela su sucia sangre.

Al llegar frente a la empalizada, el grupo ha de convencer a los aldeanos que son gentes de bien. Mientras hablan con el tosco centinela, los orcos empiezan a cruzar. Puesto que los monjes no portan armas cortantes, de la aldea sale raudo personaje y corta las cuerdas de la pasarela. Unos 5 orcos caen al agua y un puñado más se agarran a las cuerdas que arrastra el río. Al otro lado, los que quedan, braman y lanzan algunas flechas.

La compañía es conducida en presencia de Albuminor, el jefe de la aldea. Viste ricos ropajes, es orgulloso y tan carismático como estúpido. Le explican la situación y decide ayudar a la comitiva. Pide voluntarios para acompañarlos hasta el monasterio fortaleza, a unos 40 km. Se presentan 11 aldeanos armados con instrumentos agrícolas y una treintena más sin más armas que sus puños. Algunos están borrachos.

Al ver la situación, un monje dice con voz profunda. “Un león mata con facilidad a un perro, pero no puede atrapar a una mosca”. Aegys, la clériga, con sabiduría solicita quedarse asta que anochezca y que les ofrezcan una barca, para ir río arriba, cosa que es concedida automáticamente.

El otro monje, mira a las gentes y les dice: “Huyan”. Instintivamente, seguramente acostumbrado a mantener así su prestigio en la taberna, Albuminor golpea al monje. Esté ni se inmuta y el jefe se siente extrañamente avergonzado por su acción. El monje continua “El rastrojo no puede afrentar al fuego, ha de apartarse”.

Sobre las 10 de la noche, el grupo parte. Cuando se alejan remando con suavidad, aparados en el manto de la noche. Uno de los monjes mira atrás. Contempla la orilla donde se van agolpando las fuerzas orcas de Ezuk y mira al pueblo, donde se escuchan gritos y risas. “La estupidez, la estupidez es el verdadero enemigo del hombre” murmura. Al girarse su cara es igual de seria que siempre, pero un poco más triste.

Así recorren unos 15 km. Iluminado por antorchas a lo lejos divisan un puente que cruza el río. Distinguen perfiles de multitud de orcos e incluso la colosal figura de un ogro tachonado de puntos brillantes. Son las piezas metálicas de su armadura de cuero que fulguran a luz de las antorchas. “Puede haber cierta belleza en lo horrible”, piensa Aegys fugazmente. Los mojes creen que al menos hay un centenar de orcos y una cincuentena de goblins rastreadores.

El grupo vara la barca en la orilla, a uno 500m del puente, y se escabullen entre los juncos. Allí deciden viajar hacia el sur por el Bosque Salvaje en vez de seguir la ruta directa hacia el norte, atestada de enemigos. Atraviesan un camino para salir a campo abierto, pasan de uno en uno con extremo sigilo. Empiezan a caminar en dirección al Bosque Salvaje que está a unos 10 km. Son las 00:30h de la noche.

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