martes, 6 de diciembre de 2011

El esclavo de Babilonia.


Y caminó por las calles, buscando las más calmadas. Las desiertas. Esquivando el bullicio.

Adelantó a un anciano, taciturno.

Y se sentó al lado de la iglesia, reflexivo, serio.

Se inclinó en el banco con actitud de oración.

Sentado, al lado de la iglesia, en el banco, reflexivo, serio.

Y lo alcanzó el anciano, taciturno.

Se quedo mirándolo, lo miro fijo, como extrañado, tal vez intrigado. Tal vez se preguntaba que cavilaba. ¿Un hijo? ¿dinero? ¿su esposa? Algo grave meditaba.

El paseante le devolvió una mirada triste con un fino “buenas” con tintes de melancolía.

Y el hombre que buscaba las calles más calmadas, La desiertas, esquivando el bullicio, pensó, no tenía todo el tiempo del mundo. Sus entrañas le decían algo. Y sabía perfectamente lo que le decían.  Hacer a la antigua usanza. Pero, realmente, no era lo adecuado. Y recordó a un Dios olvidado, pidiéndole consejo.

El camino, ¿cuál era el camino? Debía volver sin demorase demasiado.  La guerra tizna, la sangre mancha. El sabio se retira. Es como el agua. Cada uno tiene su responsabilidad. Su moralidad. Su dignidad. Es personal. Es intransferible. Como las heridas. Como la estupidez. 

Y vio el camino. Pero el camino trascurría en paz, en calma, alejado de la muerte, del sexo, del amor, alejado de los asuntos mundanos.  Pero ya no podía seguirlo. Y acepto el camino, y miro e camino que hoy tenía que recorrer el de la prostitución de  su alma el de la esclavitud de su corazón. 

Y volvió a andar por las calles transitadas, buscando la desértica calma en su interior, sin querer que le pregunten nada. Ya ha aceptado. Ya se ha vendido.

Y no encontró al anciano en las bulliciosas calles de Babilonia.


Y a la mañana siguiente, no le diría nada al que pisaba el tabernáculo, al que un día ofició. No lo cogería de las solapas y le diría, a espaldas de la reina que no volviera. Ya no estaba en Israel, el santísimo ya no lo era, solo era un trozo de tela, que se pasó por el desierto. Solo era un esclavo. Y como tal podía entender que lo soldados babilonios pasearan, entraran y salieran. Eran extranjeros. Pero se le arrugaba el corazón con los viejos sacerdotes, los que un día oficiaron. Los que pasearon por el desierto con el tabernáculo. 

4 comentarios:

Lici dijo...

¿Porqué será que las entradas más dolorosas son las que más me gustan? será porque son las que mejor entiendo.
Es muy hermoso, profundo y sincero.
Que el dios olvidado bendiga al prisionero en su nuevo camino, que al fin y al cabo es el de todos nosotros.

Amaya dijo...

Me pregunto por qué se olvida a los Dioses, si son los que marcan el camino correcto. Quizá no eran caminos tan llenos de paz como se antoja siempre desde la distancia borrosa.

Me pregunto también cómo un esclavo puede serlo sin dueño.

Existe el camino de quien mira a los ojos del otro y no ve a un soldado, ni a una prostituta, ni a una reina, ni a un fariseo, ni a un babilonio, ni a un judío. Sólo a la persona que los viste, esos ojos. Ese camino libera de muchos grilletes.

Toni dijo...

Blas de Otero, poeta doliente, quizás tanto como Damaso Alonso. Los dos claman a un Dios, tal como el condenado que se pudre lentamente en una asfixiante celda reclama por su verdugo.

http://materialesdelengua.org/LITERATURA/HISTORIA_LITERATURA/BLASDEOTERO/poemas_otero.pdf

Literatura doliente, simplemente.

lici dijo...

Quizás no le interese a nadie, pero así es como yo lo siento en mi ignorancia.
Los dioses se temen, se obedecen, sirven de consuelo, refugio, guía...pero cuando crecemos se nos quedan pequeños y los olvidamos en el sentido de que nos queda de ellos una sensación, un recuerdo de cuando éramos jóvenes y nos sentíamos seguros, confiados, ilusionados.
Podemos ser esclavos de nuestros miedos, recuerdos, normas sociales, de la prisa del tiempo que transcurre.
Y sí, el prejuicio es un pesado grillete. Sabio es quien sabe mirar de verdad a los ojos.