jueves, 4 de agosto de 2011

Otro cuento del fraile.


El fraile tomaba el sol a la puerta de la iglesia, con una mujer joven y un hombre de cierta edad, las familias los dejaban con él mientras iban a segar.

La una decía ser la madre del Señor y el otro tenía un mono en la mente, que saltaba de rama en rama y un rostro de pan seco. Tranquilos y amables, con algo de vino de misa y entretenidos con los relatos del fraile pasaban el día.

Pero un día llego una mujer extraña, vestía una túnica, como las de los antiguos griegos. Y se puso a hablar con la mujer, que le dijo que era la madre del Señor. Ésta lejos de sorprenderse, le dijo que para un perro, un santo es solo un madero, pero para el hombre puede ser muchas cosas.
“¿Puede ser un santo un madero?” -Le pregunto-.
La mujer joven, abrió mucho los ojos, lazó alguna mirada furtiva al fraile y dijo dubitativa: “Puede ser”.
“Puede ser que tu seas solo la mitad de lo que dices, que no hayas tenido ayuntamiento pero que no seas madre” –le respondió la otra-.
“Puede ser”, -dijo contrariada-, “pero yo creo que sí”.
“¿La voz del Señor te lo ha dicho?” Preguntó la mujer de la túnica.
“No, nunca escuche voz divina, pero el trino de los pájaros, el movimiento de una rama, son signos, me dan a entender una voluntad sagrada.”
A lo que la extraña le preguntó “¿puede ser un hablar indescifrable con la que el señor nos habla a todos? Mira: ¿qué pone en el grabado sobre esas piedras?”
“No sé leer señora”.
“Podría poner cualquier cosa si tu quisieras. Yo digo que pone “soy una montaña””.
“Pero señora, sí es la iglesia”.
"Entonces, ¿puede que ponga: “soy la iglesia”?”
"Yo creo que eso debe poner". 
"Entonces, puede también que todas esas señales de un lenguaje desconocido con que el universo habla a nuestra sensación, no signifiquen que seas quien dices ser".
"Puede ser" –respondió confusa-.

El fraile se mesó la barba, reflexivo. El mismo nunca se puso a razonar con la mujer, ni aun es sus días más tranquilos. La Superiora, en el convento, se satisfacía cuando encontraba esas expresiones extrañas. Como si hallara una señal, una prueba. Igual que el barbero cuando alguien tenía fiebre o se le movía en brazo roto por donde no había articulación. Nadie le podía discutir el signo del cuerpo. Un brazo roto, no se une y se separa. La Razón Rota esta escrito que debe estar rota para decir que es una Razón Rota, de lo contrarío, qué prueba tendrá la Superiora para su saber.

Y el fraile se quedo meditando, como ensimismado. Y sin saber por que, pensó en su viejo barreño gastado. El recipiente puede estar ajado, pero y el agua que contiene no puede rasgarse. Se ve como el mal infecta en cuerpo con pestilentes miasmas produciendo; fiebres, sudores, edemas y toda suerte de llagas y excreciones. Pero cuándo el diablo infecta el espíritu ¿cómo se ve? Sin duda, la marca del mal ha de permanecer en el alma, igual que la llaga en la piel o el quebranto en el hueso, tal como es fe en el convento.

Pero esta mujer, vestida con una antigua túnica, hacía dudar a aquella mujer de su idea fija idea.

Después aquella señora, majestuosa, como llegada de un país extraño. Se dirigió al hombre que solía hablar insensatamente, que repetía palabras, que otras veces solía estar callado con una melancolía sin tristeza. Y le dijo algo que el fraile no pudo oír, parecía un chascarrillo, una broma. Y aquel hombre con el mono que saltaba en su mente, con su cara de pan seco, se rió. Una risa tímida, casi un poco forzada, pero rió.

Una vez, la Superiora le dijo al fraile que ese hombre no podía reír, que ese era parte de su embrujo, que así lo decían los textos sagrados.

Asombrado ante estos prodigios, el fraile se levanto y fue a llevarle la noticia a la Superiora, en el convento.

Llegó casi sin aliento, asombrado. “¡Superiora!” –exclamó-, “La mujer que dice ser la madre del Señor, y el hombre de la cara de pan seco y el mono en la mente, aquellos que sus parientes dejan en la iglesia mientras van a segar. Llego una mujer. Y ella ya no está segura de lo que dice y él rió”.

La superiora arqueó una ceja.
“Esos prodigios que cuentas no pueden ser” –sentenció-.
“Yo lo he visto” -respondió el fraile-.
“Es normal que en tu condición de sencillo fraile lo interpretes así. Eres anciano ya y de fe probada, pero movido por buenas intenciones ves cosas donde no las hay. De lo contrario quizás sospecharía de herejía” dijo como distraída, sin dale importancia, la señora del convento.

Y continuó hablando:
“Pero si lo que dices es cierto, si esa mujer duda, si ese hombre ríe, tal vez se trate de un embrujo de esa extraña mujer. O quizás esos labriegos, sean farsantes y se aprovechen de nuestra misericordia y debamos arrojarlos a la casa del encierro. Porque según mi saber, ni ese hombre puede reír, ni esa mujer dudar.”

El fraile, suspiró, y dijo que estaba ya viejo, y que quizás pasaba demasiado tiempo observado las aves, o charlando con quien no tenía discurso. La Superiora sonrió indulgente, como una hija con su anciano padre y él se fue.

A las puertas de la iglesia encontró a la mujer vestida con una túnica. Y por la forma como estaban con ella, aquel hombre y aquella mujer, casi le parecieron simples campesinos normalizados.

Y se acercó, a la extraña mujer para pedirle, con pesar, que se fuera, que allí no era bien recibida. Y ella se giró, y mirándolo le dijo, con una voz serena, fuerte y cálida: “A ellos se les podría sanar, pero solo si el mundo deseara sacudirse su propia locura. No te inquietes fraile, me marcho”.

Avergonzado, el fraile bajo la mirada, e hizo entrar al hombre del mono en la mente y la cara de pan seco y a la mujer que creía ser la madre del Señor en la iglesia, les sirvió un poco de vino y rezaron juntos.

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